Había pasado un verano más. Otro verano de juegos y calores, de largos
días al sol y al aire compartiendo horas y diversiones los niños que viven en el pequeño pueblo.
Durante el día el lugar era como
un inmenso y calido claustro materno un lugar en el que discurrían sus horas con la certeza
de un lugar acogedor y seguro, un espacio en el que nada resultaba amenazante.
Pero ahora llegaba de nuevo el invierno y la cocina de las casas
compartía con la escuela la condición de ámbito fronterizo en el que se
establecía la defensa frente al frió que fuera les aterraba, frente a la lluvia
que les acompañaba, frente a la nieve que los envolvía y los aislaba.
Se sentaban junto a la lumbre donde sonaban las palabras de los mayores
desgranando recuerdos, historias, ansia de transmitir vidas que eran una manera
de cultura y anhelo de otra.
Durante el día se recogían en la escuela, en la pobre escuela del
pueblo, una habitación donde la estufa alimentada por la leña que llevaban los
niños, el crujir de los leños al quemarse ponían fondo sonoro al desgranar las
historias la maestra les envolvía todavía con un calor todavía mas tibio que le
de los troncos al consumirse.
Las palabras, las dulces palabras, de
la maestra creaban historias que los hacían soñar, que los arrullaban
les hacían sentirse seguros y las paginas del libro de la maestra pasaban
lenta, parsimoniosamente, mientras los troncos ardían y se sentían arropados
por la lumbre, por esas historias que se consumían para darles calor, para
darles vida, creando un dulce tiempo de palabras.
Han pasado otros inviernos y veranos. Se han sucedido los cursos y los
años, pero cada vez que esos personajes abren un libro, sus historias siguen
desprendiendo ese aliento acogedor de los recuerdos de la infancia evocándose
la memoria de sus compañeros y aquellas páginas
que han ardido para darles calor y vida, para convertir las historias en
sus propias historias.
Ribagorda,
septiembre 2012